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Desde Roma

Como esperando un parte de guerra

 

Todos los días, a las seis de la tarde, la familia se reúne a escuchar

el informe del estado de la pandemia. La casa convertida en un

“centro telemático”, los intensos controles policiales,

la falta de máscaras y la angustia diaria

ante el creciente número de víctimas.

Por Fernanda Moyano

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Mientras escribo suena la sirena de las ambulancias y la cadena RAI3 pasa el audiolibro “Sostiene Pereira”. Llevamos 16 días de cuarentena obligatoria. Hace más de un mes que se supo del primer caso italiano de coronavirus; el “paciente cero”, en las cercanías de Milán. Desde entonces no pararon de correr los números; al principio creíamos que sería una simple gripe, después pensamos “será poco más fuerte”, y ahora nos convencimos de que su grado de contagio y letalidad es más que el de una simple influenza.

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Se hablaba de un pueblo en Lombardía. Después se agregó otro, en Veneto. De a poco se fueron agregando ciudades cerradas y declaradas “zona roja”. Ya se habían visto indicios de una pulmonía muy agresiva en los meses precedentes. Los hospitales empezaron a llenarse de pacientes con dificultades para respirar, luego pasaban a terapia intensiva y, después, un negro después del que algunos, miles, no volvían.

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Vimos con estupor que en una semana hubo 800 contagios, que en tres días ese número se triplicó y luego siguió a un ritmo imparable de 3.000, 6.000 y hoy... 80.000. Y mientras escribo, ya cambié tres veces esta última cifra.

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Los decretos del Primer ministro Giuseppe Conte empezaron a cambiar cada dos o tres días. Las medidas se volvieron más restrictivas: primero se cerraron las escuelas, después los gimnasios, bares y restaurantes, luego los negocios no necesarios (vestidos, zapaterías, juguetes, mueblerías, perfumerías) y servicios como peluquerías, centros estéticos y oficinas de la administración pública... hasta los tribunales.

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Fernanda Moyano

 

Licenciada en Ciencias de la Comunicación (UNC); egresada en 1991.

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Vive en Roma desde 2006.

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Trabaja como comunicadora freelance, es profesora de español y colaboradora de exámenes DELE del Instituto Cervantes de Roma.

Un día podíamos ir a los parques y, al siguiente, ya estaban cerrados. Algunos salían a correr por las calles y los puentes de la ciudad, pero de a poco se redujo también esa actividad. Aumentaron los controles de las patrullas y la policía comenzó a exigir una declaración, justificando la salida del domicilio. En 15 días nunca usé el coche; mi hijo lo usó dos veces para ir a comprar comida para los animales, y le pidieron la justificación que llevaba previamente impresa y firmada.

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Fernanda, usando barbijo para ir al supermercado.

“Escondida” bajo el atuendo protector

La casa se ha transformado en un centro telemático; nos dividimos las habitaciones en cuatro “centrales”. Mi marido, conectado a su ordenador, dicta clases a los alumnos desde la 9 hasta pasadas las 13. Veo los rostros en  la pantalla, conozco el color de las paredes de sus dormitorios, el poster que se entrevé, el color de sus pijamas, y escucho a  una alumna decir: “¡No, profe, hoy no me hago ver porque no estoy maquillada!”.

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En otra habitación, mi hijo sigue una lección de botánica de la facultad de Ciencias Naturales, La Sapienza. Tuve que dejarle mi tablet; descargó Hangouts Meet, Zoom, Skype y en un día mi pantalla se llenó de nuevas aplicaciones. Cuando se aburre, se mueve por la casa con esta “clase ambulante” y todos escuchamos la voz del profesor de turno o vemos imágenes de flores y semillas, y me descubro siguiendo sus clases más interesada que él.

La música ameniza la espera en la calle

El cartel colgado del balcón reproduce el estribillo de una canción de Lucio Battisti: "Cómo puede una roca detener el mar" (come può uno scoglio arginare il mare).

En el despacho, otra computadora conectada me recuerda que mi otro hijo, está siguiendo lecciones de filología romance y el profesor les interroga desde la pantalla si la filología y la lingüística se necesitan o se excluyen.

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Piazza del Popolo y Via del Babuino,

símbolos del centro romano.

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Yo preparo mi clase de español; a las 19 tengo un encuentro en Zoom. Termino de revisar el material y abro las ventanas para ver si hay vecinos alrededor, pero casi no pasan.

Hoy toca salir a comprar. Llevo la declaración; una auto certificación con mis datos, el domicilio y el motivo por el que me muevo: a) por trabajo b) por necesidad - en ella se contempla la compra de alimentos o asistir a personas que no se pueden mover c) por motivos de salud. Me pongo guantes, barbijo, anteojos y salgo a la calle. No encuentro un solo vecino. El portero saluda con un leve gesto; parece que no me reconoce, escondida en este atuendo.

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La calle, desierta. A 50 metros, una persona con su perro cruza de vereda. La ciudad está en silencio. Llego al semáforo y veo movimiento: un colectivo con un solo pasajero.El  transporte de personas se ha reducido en un 90 por ciento. Un cartel prohíbe subir por la puerta delantera para no estar cerca del chofer. Casi podemos cruzar la calle sin mirar, pero hay un vehículo del correo italiano repartiendo sobres y un furgón que repone mercadería.

En la plaza, un control sorpresivo de un guardia municipal, vestido de civil, detiene un coche. Alcanzo a comprar el diario. Los kioscos están abiertos, los estancos también (el vicio no está prohibido). Dos personas en la cola. Al lado hay un banco de UniCredit y otra persona espera en el cajero. Veo a mi profe de gimnasia pasear con dos perros, un chihuahua y un chow chow, en una vuelta a la rotonda. No se puede ir más allá de 200 metros del domicilio con los animales.

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Aumentan los chefs en casa

En el supermercado hay una fila de media cuadra. Un policía nos hace señas desde el auto para que nos distanciemos en la fila. Ya empieza a fastidiarme el barbijo, me da náuseas, lo quiero tirar; los guantes me hacen transpirar las manos, los auriculares se enredan con el elástico de la mascarilla y los anteojos me resbalan por la nariz. Empiezo a renegar de este disfraz necesario.

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A medida que sale un cliente, alguien puede entrar. Las estanterías están con provisiones; solo faltan guantes, alcohol y huevos. Una mirada a los changuitos refuerza la idea de cuáles son los productos más llevados: azúcar, salsa de tomate, atún, papel higiénico y comida para animales. También agua, carne, leche, café, fideos, arroz y harina. La venta de harinas, polvo de hornear y levadura de cerveza creció un 170 por ciento. ¡Aumentan los chef en casa! La venta de desinfectantes creció un 81 por ciento; toallitas higiénicas, 80; termómetros y alcohol etílico, 47. Los guantes descartables ya no se consiguen.

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En las grandes almacenes no se puede comprar cuadernos,

bolígrafos, colores, juguetes, artículos de jardinería ni ropa.

Los pasillos de esas estanterías están clausurados por no

ser bienes considerados necesarios. Y por parlantes se pide

a la clientela permanecer en el negocio el menor tiempo posible.

 

No ci sono mascherine

Italia es el país más longevo de Europa, con dos millones de habitantes con más de 85 años y una fuerte tradición de la vida familiar y culinaria, lo que repercute en las costumbres. Por ejemplo, no consumen conservas y prefieren realizar la compra de productos frescos: leche, queso, pan, fiambres, carne, verdura y fruta, y por eso le cuesta “prescindir” de la compra diaria. A ello se le suma el hábito de hojear el periódico todas las mañanas, de allí la “necesidad” de salir a la calle a diario.

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En diagonal al supermercado, cruzando la calle,hay una  farmacia. Cuatro personas aguardan para entrar, leen los carteles que promocionan cremas, integradores, jabones, alcohol gel a 3,95 euros una botellita de 100 cc, y el anuncio repetido: “No ci sono mascherine”. Las mascarillas no se encuentran. Hay quien paga 13 euros por una; otros, 70 euros o 120 por un paquete de 15. Cualquier cifra, parece que no hubiera reglas. La Guardia de Finanzas, ante las denuncias, ha decomisado cientos de barbijos escondidos en negocios que abusaban con la venta.

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Regreso a casa doblada por el peso de las bolsas, cansada y molesta. La mascarilla ya voló. Desde un balcón tres chicas jóvenes ponen música con un parlante; alguien se queja desde otra ventana porque no logra trabajar. Ellas bailan y hacen gimnasia al ritmo de Rafaela Carrá y un enganchado de canciones que termino tarareando.

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A paso lento y temeroso

Domingo al mediodía. Una pareja de adultos mayores avanza con cuidado por via Somalia, en el barrio Salario de Roma.

Esperando el “boletín de guerra”

El informe de las seis de la tarde de la Protección Civil italiana nos encuentra todos reunidos en la mesa de la cocina, esperando cual boletín de guerra. Escuchamos en silencio y mi cuaderno amontona números que cambian con rapidez. Pasamos de la sorpresa al estupor y a la consternación. De 80.000 casos positivos, 8.000 han fallecido, el 10 por ciento. Hay 3.600 pacientes en terapia intensiva y 50 médicos han dejado la vida, y los profesionales contagiados duplican a los de China. Hasta ahora,es el país con más víctimas.

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Y sin embargo, la solidaridad llega en las donaciones a la protección civil y a los hospitales. El llamado a cubrir 300 puestos fue sobrepasado con 2.000 postulaciones voluntarias de profesionales: anestesistas, neumonólogos, médicos clínicos, jóvenes y  jubilados.

A escala internacional se unió un contingente de médicos chinos con equipamiento, respiradores, barbijos y trajes de protección para el personal sanitario. Le siguieron 52 médicos y 15 enfermeros cubanos especialistas en enfermedades contagiosas con experiencia en misiones contra el ébola. Llegaron con sus abrigos del trópico,insuficientes para esta fría primavera europea, pero se sintieron agasajados con los aplausos que recibían por donde pasaban. También llegaron camiones del ejército ruso, 100 médicos y  equipamiento para hospitales de campaña.

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En esta maratón de noticias, hacemos un alto buscando distracción. Uno prefiere una serie de Netflix, otro brinda por el cumpleaños de su amigo a través de Zoom,  yo tengo una “cita” de gimnasia en Skype. Llevamos más de dos semanas en cuarentena y las medidas se extienden no sabemos hasta cuando.
Estamos bien, serenos, unidos, estamos en casa. #iorestoacasa #andratuttobene.

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"Un poco de ayuda para vivir",

dice el cartelito del joven que pide limosna frente al supermercado.

27 DE MARZO DE 2020

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